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Vietnam

El 31 de octubre no solo es Halloween, ¿vale? También es el cumpleaños de Leonor de Borbón de un servidor. Así que para hacer un plan un poco especial, fui a visitar a mi amigo Marcos (ya os hablé de él en una entrada anterior) que en ese momento estaba en Vietnam, en la ciudad de Saigón (actualmente llamada Ho Chi Minh).

Reconozco que me organicé bastante mal el viaje, por no decir que no lo hice en absoluto. Fue una semana ajetreada, y además Marcos tiene bastante más práctica en buscar y seleccionar destinos turísticos, así que lo dejé absolutamente todo en sus manos. Y menudo acierto.

Volar en Asia no es tan barato como en Europa: pagué unos 250 euros en total. Mi aerolínea (China Airlines, la aerolínea de bandera taiwanesa) no escatima en gastos, y nos hace volar en un Airbus A350 (un avión de fuselaje ancho, capaz de realizar vuelos de hasta 15 horas). Nos dan todos los amenities y una comida deliciosa a bordo, acompañada de vino y de chocolatinas. Todo para un viaje que apenas llega a las 3 horas de duración. Pero tampoco nos vamos a quejar. Volar con ellos recuerda a otra época —una que yo no he vivido, pero que los boomers siempre evocan con añoranza— en la que volar en avión era un placer, lejos del estrés y del cutrerío ryanairense de medir todos tus bultos, amontonarte en las puertas de embarque como si fueses un fardo y pesarte hasta los kilos de más.

Llegada al aeropuerto de Saigón

Tan solo voy por cuatro días, así que el plan es escueto: pasaremos dos días en el delta del río Mekong, que está a unas cuatro horas de Saigón, y el primer y el último día los pasaremos en la propia ciudad.

Saigón

Saigón es una ciudad bulliciosa y frenética. Si en Taipéi las escúteres ya son las auténticas protagonistas de la carretera, Vietnam lo lleva al next level. Aquí las carreteras y las calles son mares de ciclomotores que se mueven, lenta pero imparablemente, envolviendo coches y buses como si se tratara de una marea. Dicen que la mejor estrategia para cruzar la calle es cerrar los ojos y avanzar sin pensárselo demasiado. Evidentemente, lo pruebo nada más llegar. Funciona, aunque los ojos los mantuve bien abiertos, que mi torpeza es de sobras conocida y no está el horno para bollos.



No conocía de antemano el sudeste asiático, y tampoco he tenido tiempo de organizarme demasiado el viaje, así que no había tenido ocasión de formarme unas expectativas sobre Vietnam. Quizás por eso, me esperaba algo relativamente parecido a Taiwán. Spoiler: no tienen nada que ver.

Taiwán es, de facto, un país independiente de China, y sus nuevas generaciones se han distanciado de las creencias políticas y las normas que todavía predominan en el gran gigante asiático. Pero la cultura tradicional taiwanesa, su idioma y sus hábitos, son esencialmente chinos. Vietnam, sin embargo, es otra cosa. Su gastronomía es más cercana a la tailandesa, su escritura hace décadas que adoptó el alfabeto latino y prescindió de los caracteres chinos, y la influencia de la ocupación europea es evidente en las calles y en las costumbres.

En primer lugar, hay mucha diferencia en términos de riqueza entre Taiwán y Vietnam, aunque el país está avanzando a pasos agigantados. El PIB de Taiwán es de 32 000 USD al año (equiparable a España), mientras que el de Vietnam es de unos 4000 USD al año (equiparable a Marruecos). Quizás por eso, acostumbrado a la seguridad y al empeño que tienen los taiwaneses al mantener las distancias y evitar el contacto físico, me siento un poco azorado cuando salgo del aeropuerto y varias personas se me abalanzan para ofrecerme servicios de taxi. Suele funcionar no hacerles caso, aunque no tienen reparo en tocarte la espalda o el hombro para que les hagas caso.

Merece la pena apuntar que Vietnam es ridículamente barato. Tanto que es muy posible que te tomen un poco el pelo sin que te des cuenta. El taxi es el primero de los gastos que tienes que afrontar al llegar a este país, y los vietnamitas lo saben muy bien, así que hazte a la idea de que tendrás que pelear para abonar un precio similar al que pagaría un local. Mi taxi al centro de la ciudad tardó 35 minutos. Yo había leído que ese trayecto debería costar el equivalente a unos 4 euros. Al llegar al destino, el taxista me pidió el equivalente a 30 euros. Peleamos entre cinco y diez minutos hasta que le pagué 6 euros, pero días más tarde, cuando regresé al aeropuerto, el taxi solamente me costó 3 € para realizar el mismo trayecto. Tampoco es que me preocupe en exceso pagar algo de más, pero, ciertamente, a veces se pasan un poco de la raya.

La ciudad está repleta de bares y terrazas.

La primera noche aprovechamos para pasear por la ciudad y visitamos algunos de los bares más emblemáticos. Ya he hablado en otras ocasiones sobre la absoluta fealdad de las ciudades taiwanesas: Saigón es infinitamente más bonita que cualquiera de ellas. Con aceras anchas, terrazas, jardines y cafés, su herencia colonial es más que evidente. Casi se puede distinguir el joie de vivre de los colonos franceses durante la primera mitad del siglo XX, antes de que el país se convirtiera en un polvorín y la cruda realidad nos invitara a los europeos —y, sobre todo, a los americanos— a quedarnos en nuestros países y ocuparnos de nuestros asuntos. Y es que la retirada americana de la Guerra de Vietnam, la posterior reunificación del país y la instauración de un régimen comunista son todavía aspectos muy delicados, que han separado familias enteras y que han generado una importante brecha generacional en el país. 

Con todo, Vietnam es un sitio francamente hospitalario. Sus gentes son amables, es fácil comunicarse en inglés con los nativos y, aunque es inevitable sentir que uno solo alcanza a ver la superficie del país —aquella pulida y bien preparada para nosotros, los turistas— se trata de un destino francamente interesante para cualquiera que se encuentre de paso en la zona. Si bien los paisajes más bonitos se encuentran en la zona central y norte del país, Saigón tiene un interés cultural remarcable. Y, además, es muy, muy divertida.

Shaken, not stirred.

 Expectativa.


Realidad.

El delta del Mekong

El segundo día, nos subimos a un autobús que nos lleva al delta del Mekong. Tomamos una línea normal y corriente de una compañía de transporte de pasajeros, y la experiencia no puede ser más auténtica. Las carreteras en Vietnam son toda una aventura, y presenciar, sentado en primera fila, cómo el conductor esquiva ciclomotores, vehículos y peatones con un margen de milímetros me eleva la presión arterial. Decido seguir el consejo y cerrar los ojos («ojos que no ven...») y sin querer me quedo frito, pero me despierto dando bandazos. El bus está a punto de volcar. Necesito unos instantes para comprender la situación: la carretera, a nuestra izquierda, está totalmente colapsada y el conductor se ha sentido aventurero y ha decidido saltarse la cola campo a través. Un par de baches nos hacen tocar fondo, y en más de una ocasión, la irregularidad del camino hace que el autobús se incline peligrosamente. Caen un par de maletas. Miro alrededor, pero los vietnamitas ni se inmutan.

Al final, llegamos campo a través a la dichosa intersección que está generando el caos. Como en una escena de Mister Bean, el conductor se recoloca las gafas de sol y se incorpora de nuevo a la carretera, dejando atrás el colapso y volviendo a ganar velocidad. Este tipo de maniobras se vuelven a repetir durante un viaje de unas 4 horas. En una ocasión, el conductor se para en mitad de la autopista, se baja del bus, cruza a pie los seis carriles, saltando la mediana que separa las dos direcciones, y se planta en en el arcén del sentido contrario. Segundos después, un autobús de la misma compañía que hace el trayecto opuesto se detiene. Los conductores se intercambian un par de paquetes de tabaco y alguna cosa más que no llego a ver. Acto seguido, nuestro conductor regresa a nuestro autobús —después de estar a punto de morir atropellado en al menos cinco ocasiones— y seguimos la ruta.

El autobús nos deja, literalmente, en medio de la nada. Con gestos, el conductor nos dice que esperemos, que alguien nos vendrá a buscar. Empezamos a pensar que se trata de un error y que íbamos a morir devorados por unos perros hambrientos que nos amenazan desde la distancia.

Marcos intentando contactar con la recepcionista de nuestro hotel.

Mientras esperamos, decidimos explorar un poco las inmediaciones. Encontramos un pequeño templo a pocos metros del sitio donde el bus nos ha abandonado dejado. En frente, un embarcadero abandonado, en un estado deplorable. Le hago una broma a Marcos:

—Menos mal que no tenemos que bajar por ahí.

En un profético giro de los acontecimientos, un barco de madera se acerca por el río. El hombre nos saluda: viene a recogernos hacia el hotel. Evidentemente, amarra el barco el embarcadero mugriento y nos invita a embarcar con una sonrisa.

Sí. Sobrevivimos.

Las escaleritas se doblan y se quejan manifestamente, pero sobreviven, al igual que nosotros. A bordo del barco, ascendemos un par de kilómetros por el río Mekong hasta llegar al lugar donde pasaremos la noche: un modesto hotel formado por varias construcciones que reposan sobre el río. Nos recibe la gerente, una mujer encantadora, con un refrigerio y el menú de comidas, y me doy cuenta de que el viaje en bus y barco me han dejado famélico. Mientras la cocina nos prepara lo que hemos pedido, la gerente nos hace señas para que la acompañemos. Necesita ayuda para cogernos un par de cocos del árbol. La comida se hace esperar, pero nos deleitan con uno de los manjares más deliciosos que he comido desde que estoy en Asia.
Por 6 € por persona, nos ponemos hasta el culo de curry de coco y pollo, estofado de calabacín y ajo, ensalada de hojas de plátano y frutos secos y papaya.

Por la tarde, el hotel nos presta unas bicicletas y salimos a recorrer el delta mientras se pone el sol. Visitamos algunos pueblos. Coincide con la hora de salida del colegio, así que nos cruzamos con docenas de niños y niñas que regresan en bicicleta a sus casas. Todos ellos nos saludan entusiasmados.


A la mañana siguiente, el hotel nos organiza un tour por varios sitios. Un paseo en canoa por algunos canales del delta y dos visitas: a una piscifactoría y a una fábrica de dulces artesanales. Durante el camino, paramos también a visitar uno de los mercados más grandes del delta del Mekong.

Tomando el solete en la canoa.

Mercado de Cái Bè. Ahí me tuve que comprar unos calzoncillos porque al hacer la maleta se me olvidaron. Una señora me vendío un pack de 5, talla XXL. Plot twist: los tuve que tirar porque no me cabían.

Al anochecer, tomamos un bus de vuelta a Saigón. Llegamos a la hora de cenar, así que comemos algo ligero y nos vamos a visitar el conocido ambiente nocturno de la ciudad. Paseamos por Bùi Viện (para los españoles, Muy Bien), una calle repleta de bares, luces y música a todo trapo. 

También conocida como «La calle de las luces». Aunque la mayoría de los que deambulaban por ahí no tenían demasiadas luces. El ambiente nos pareció un poco pasado de rosca.

Nos estresa un poco el ambiente frenético de esta parte de la ciudad, y nos cansamos de cruzarnos a británicos borrachos, así que vamos en busca de locales un poco más selectos.

Encontramos un bar llamado Froica en donde hacen espectáculos queer. Después de un performance un tanto histriónico protagonizado por unas colegialas, nos sorprende un acto final de bastante calidad.

Al día siguiente, este fin de semana en Vietnam llega a su fin. Después de despedirme de Marcos —aunque es posible que nos volvamos a ver en Tailandia— toca regresar a la rutina en Taipéi. Ha sido breve, así que ¡volveré!

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