¿Alguna vez os habéis encontrado un billete de diez euros en un pantalón viejo y os habéis sentido la persona más afortunada del mundo entero? Es un auténtico lujo, no tanto por la fortuna, que también, como por el hecho de recibir algo con lo que no contabas. Como si la vida, esa que juega constantemente a los dados, nos guiñase el ojo un instante. Pues me pasó algo similar el viernes pasado, en mi hostel de Taipéi (donde me estoy quedando hasta encontrar un piso, más de eso en el próximo post). Solo que no era un billete de diez euros, sino un amigo: Marcos.
Le oí pasar escaleras arriba mientras me lavaba los dientes en el baño común. Hablaba por teléfono, con ese tono de voz alto e intenso que caracteriza a un español en cualquier parte del mundo, explicando sus impresiones de Taipéi a algún amigo o familiar. Mientras le oía, tuve el presentimiento de que nos caeríamos bien. Y así fue.
Esa noche —mi primer viernes en Taipéi— salimos a tomar algo al barrio de Ximen, en las inmediaciones de la Casa Roja. Se trata de una zona animada, con muchos bares y restaurantes.
Marcos había ido a Indonesia con unos amigos y, cuando llegó el momento de regresar a Madrid, decidió que iba a perder accidentalmente su vuelo de vuelta y aprovechar para viajar durante cuatro meses por Taiwán, Corea, Japón, Vietnam, Tailandia (y perdona, Marcos, que seguro que me dejo alguno), con poco más que una mochila a sus espaldas. Estábamos pidiendo la segunda ronda cuando miró el reloj y dijo:
—De hecho, embarco dentro de dos horas... En el aeropuerto de Yakarta.
—Pues chico, está difícil la cosa.
Tengo la impresión de que, con los años, nos volvemos más selectos y desarrollar nuevas amistades exige cada vez más esfuerzo, quizás porque sabemos más lo que queremos —y lo que no queremos—. Por eso fue una suerte encontrarme con Marcos: pocas veces me he sentido tan cómodo y tan cercano a un perfecto desconocido. La conversación fue hilarante, nos entendimos muy bien, las horas volaron como si nada. Al acabar la segunda ronda, me explicó sus planes para la semana próxima: al día siguiente tomaba un tren de alta velocidad al sur de la isla, en Kaohsiung, y luego viajaría al parque nacional de Kenting, una especie de paraíso tropical lleno de playas vírgenes.
Dudé un poco, pero la pregunta me ardía:
—Oye... ¿te importa si te acompaño? Nos partimos el coste de la habi...
—¡CLARO!
Y así fue. Después de beber unas cuantas cervezas del 7-Eleven (a estas alturas, ya soy cliente VIP), acabamos metiéndonos en una fiesta bastante particular en lo alto de un rascacielos que nos había recomendado la camarera del bar. Fue una noche bastante memorable. Taipéi está llena de expats (de hecho, fue votada como la mejor ciudad del mundo para expatriados) y parecía que todos habíamos acabado en la misma azotea, porque nos pasamos la noche conversando con personas de, literalmente, todas partes.
A la mañana siguiente, tomamos el THSR (el AVE taiwanés). Los que me conocéis, sabéis que nada me hace más feliz que un buen tren. Si a eso le sumas la alta velocidad, el paisaje taiwanés y la perspectiva de pasar un fin de semana en una ciudad nueva... Estaba living.
Y así fue como, casi por casualidad, acabé en Kaohsiung. Ya expliqué en un post anterior que las ciudades taiwanesas son bastante feas. Kaohsiung viene a ser la excepción: moderna, bien planificada y con un gusto por el arte contemporáneo y callejero que se manifiesta por toda la ciudad. Han reconvertido el antiguo puerto en una zona cultural repleta de tiendas, talleres de arte, bares y restaurantes. Una auténtica joya para pasar una tarde —y la noche—.
El domingo, Marcos se marchó a Kenting y yo regresé a Taipéi. El lunes a las 9 de la mañana tenía que estar en la universidad, y la semana se prometía intensa. Volvimos a vernos el viernes siguiente, cuando él regresó del sur, y nos despedimos por todo lo alto en un club de ambiente K-Pop bastante popular en la ciudad. Ahí conocimos a un grupo de americanos que vivían en Taiwán para aprender mandarín. No sé por qué, siempre que hablo con expats llego a la conclusión de que soy el único que no habla ni una sola palabra de chino. Aunque estoy trabajando en ello.
Marcos se fue prácticamente de empalme al aeropuerto. Cuando escuché la nota de voz que me envió al embarcar, a las nueve de la mañana, no pude evitar sentir cierta envidia. Él seguía hacia Seúl, y yo me quedaba en Taipéi. A saber qué nos deparan las próximas semanas.
¡Suerte en tu viaje, Marcos! Estoy seguro de que volveremos a vernos en algún rincón del sudeste asiático.
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