Me fui de Barcelona con dos maletas. Una —la pequeña, de cabina— iba repleta de libros y aparatos electrónicos. La otra me la cedieron mis padres, y era la maleta más grande que tenían. La verdad es que no la conseguí llenar del todo, así que me fui con el maletón medio vacío. Al caminar por la terminal de Barcelona, me pareció que pesaba más la de cabina que la que iba a facturar. Está claro que alguna cosa no hice bien.
Moverse es fácil. Todo bien señalizado, me compro una EasyCard —navaja suiza del transporte taiwanés— y me decido a tomar el metro hacia la estación central de Taipei. Un viaje de unos 40 minutos, casi todo en viaducto elevado, que me permiten observar la belleza natural de la isla y la brutalidad con la que han construido enormes torres de hormigón en medio de bosques, valles y montañas.
Mi shock cultural duró una tarde, la que necesité para dormir una siesta de tres horas, darme una ducha y acomodarme en mi hostal. A la noche, con energía espontánea fruto del jet-lag, salgo del hostal a pasear. Bajo a la calle y veo bares y terrazas. Paseo un rato por las calles del centro de Taipéi, visito un night market cercano y me doy cuenta de que llevo un buen rato sonriendo.
Y del mismo modo llego a Taiwán, aunque con 24 horas sin dormir a mis espaldas y la confusión de quien no sabe ni qué hora es.
Moverse es fácil. Todo bien señalizado, me compro una EasyCard —navaja suiza del transporte taiwanés— y me decido a tomar el metro hacia la estación central de Taipei. Un viaje de unos 40 minutos, casi todo en viaducto elevado, que me permiten observar la belleza natural de la isla y la brutalidad con la que han construido enormes torres de hormigón en medio de bosques, valles y montañas.
Salgo de la estación con las dos maletas y pienso en coger un taxi, pero compruebo que mi hostal está a unos 15 minutos andado y el espíritu de aventura —o mi catalanidad frugal— me invitan a ir a pie, arrastrando las dos maletas por el centro de Taipéi. Iluso de mí, todavía no sé que un Uber de 5 minutos me habría costado alrededor de 1 euro. Es mi primer contacto con una ciudad que será mi casa durante los próximos 9 meses. Y la primera impresión es extraña. El bullicio es permanente. Una maraña de ciclomotores, quizás cuarenta, se aproximan a toda velocidad y anticipan un flujo de autobuses y coches que no cesa en varios minutos. Poco a poco, avanzo por calles cada vez más estrechas y empiezo a sacar un par de conclusiones que, de momento, no han hecho más que confirmarse.
La primera: a los taiwaneses, las dos cosas que más les gustan en este mundo son comer y comprar. No hay esquina sin un puesto de fideos con carne braseada, dumplings al vapor o brochetas de ternera. Las tiendas se han adueñado de las aceras, y pasear por la calle es esquivar un constante de abrigos, ciclomotores en venta, zapatos, fruta y verdura. Y ofertas. Millones de ofertas.
La segunda: Taiwán es un país de contrastes. En una misma manzana pueden coexistir un bloque decrépito y ruinoso, un rascacielos de apartamentos de lujo, una lonja de pescado, un local chic de café de especialidad y una tienda de Apple. Sus infraestructuras futuristas se elevan por encima de barrios enteros construidos sin control en los cincuenta. Y, pese a la innegable fealdad de las ciudades taiwanesas, el conjunto tiene una belleza salvaje, una especie de harmonía en donde todo cabe y todo tiene lugar.
La primera: a los taiwaneses, las dos cosas que más les gustan en este mundo son comer y comprar. No hay esquina sin un puesto de fideos con carne braseada, dumplings al vapor o brochetas de ternera. Las tiendas se han adueñado de las aceras, y pasear por la calle es esquivar un constante de abrigos, ciclomotores en venta, zapatos, fruta y verdura. Y ofertas. Millones de ofertas.
La segunda: Taiwán es un país de contrastes. En una misma manzana pueden coexistir un bloque decrépito y ruinoso, un rascacielos de apartamentos de lujo, una lonja de pescado, un local chic de café de especialidad y una tienda de Apple. Sus infraestructuras futuristas se elevan por encima de barrios enteros construidos sin control en los cincuenta. Y, pese a la innegable fealdad de las ciudades taiwanesas, el conjunto tiene una belleza salvaje, una especie de harmonía en donde todo cabe y todo tiene lugar.
Como no podía ser de otra forma, Taiwan ha sucumbido a la ola empalagosa y cursi de música K-Pop. Aquí, un adolescente complace a un buen número de transeúntes con una balada.
La temperatura es agradable, lejos del calor húmedo y asfixiante que lo impregna todo durante el día, y un huésped de mi hostal me ha recomendado un bar de expats en la otra punta de la ciudad. Ya he visto unos cuantos ciclomotores de alquiler, así decido evitar el metro subterráneo y me registro en una app para conducir una motito eléctrica e integrarme en el caos circulatorio de la ciudad. Pago poco más de un euro para conducir media hora.
Y allí, a cincuenta por hora, cruzando un puente larguísimo, en una scooter que ocupa la mitad que yo, con un casco cutre en la cabeza y viendo cómo se pone el sol; me siento la persona más feliz del mundo.
Llego al bar en cuestión, un local con música en directo frecuentado por europeos y taiwaneses. El ambiente es estupendo. Conozco a dos americanos que están aprendiendo chino y les invito a una ronda de cervezas. Me quedo de hielo cuando veo que cada cerveza cuesta 300 dólares taiwaneses (casi 9 euros), el triple de lo que me ha costado la cena. Ellos se encogen de hombros: la comida es muy barata, y el alcohol es muy caro. La pregunta es evidente:
—¿Cómo salís de fiesta sin arruinaros?
Me hacen señas y les sigo hasta un 7-Eleven. En cada esquina de esta ciudad hay un convenience store. No es exactamente un supermercado. De hecho, el nombre «tienda de conveniencia» es bastante apropiado, porque tiene todo lo que uno necesita para sobrevivir en cada momento. Literalmente, todo, y abierto las 24 horas. Entramos, nos compramos tres cervezas por 45 dólares taiwaneses (1,4 €) cada una, y volvemos a la terraza del bar donde estábamos.
—¿Y no nos van a echar?
—Les da igual. Mientras hagamos una ronda de vez en cuando…
Miro alrededor y veo que mucha gente está bebiendo cerveza del 7-Eleven. Me quedo más tranquilo. A las dos de la mañana, el jet-lag vuelve a llamar a la puerta. Entre el cansancio y la cerveza, me veo incapaz de coger la moto, así que el colega americano me pide un Uber y vuelvo para mi hostal.
Siempre hay un primer día. Y este no ha estado nada mal.
Y allí, a cincuenta por hora, cruzando un puente larguísimo, en una scooter que ocupa la mitad que yo, con un casco cutre en la cabeza y viendo cómo se pone el sol; me siento la persona más feliz del mundo.
Llego al bar en cuestión, un local con música en directo frecuentado por europeos y taiwaneses. El ambiente es estupendo. Conozco a dos americanos que están aprendiendo chino y les invito a una ronda de cervezas. Me quedo de hielo cuando veo que cada cerveza cuesta 300 dólares taiwaneses (casi 9 euros), el triple de lo que me ha costado la cena. Ellos se encogen de hombros: la comida es muy barata, y el alcohol es muy caro. La pregunta es evidente:
—¿Cómo salís de fiesta sin arruinaros?
Me hacen señas y les sigo hasta un 7-Eleven. En cada esquina de esta ciudad hay un convenience store. No es exactamente un supermercado. De hecho, el nombre «tienda de conveniencia» es bastante apropiado, porque tiene todo lo que uno necesita para sobrevivir en cada momento. Literalmente, todo, y abierto las 24 horas. Entramos, nos compramos tres cervezas por 45 dólares taiwaneses (1,4 €) cada una, y volvemos a la terraza del bar donde estábamos.
—¿Y no nos van a echar?
—Les da igual. Mientras hagamos una ronda de vez en cuando…
Miro alrededor y veo que mucha gente está bebiendo cerveza del 7-Eleven. Me quedo más tranquilo. A las dos de la mañana, el jet-lag vuelve a llamar a la puerta. Entre el cansancio y la cerveza, me veo incapaz de coger la moto, así que el colega americano me pide un Uber y vuelvo para mi hostal.
Siempre hay un primer día. Y este no ha estado nada mal.
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