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¿Cómo he acabado aquí?

Todo empezó un 29 de abril de 2023. Llevaba tiempo buscando un piano. Un buen piano digital para substituir a mi queridísimo Yamaha Auris, que me compraron mis padres cuando tenía 13 años y les dije que quería aprender a tocar. El Auris cumplió bien su papel, pero los años no perdonan y era el momento de buscarle un digno sucesor.

Devoré Wallapop durante varios días seguidos. Me llegaban alarmas de pianos por todo el país y yo vivía en un pálpito. Un día, llegué al extremo de llamar a mi amigo Oscar a las diez de la noche de un miércoles para que me ayudara a mover un piano que acababa de localizar en medio del Born, en un sitio difícilmente accesible en coche, y me quería llevar esa misma noche. Su propietario, un francés divorciado que se mudaba de vuelta a l'Hexagone, se sorprendió de mis inusitadas ganas por llevármelo («la excitación del instrumento», lo llamó, seguramente ajeno a las malas interpretaciones) pero me advirtió de que necesitaría ayuda para moverlo. Al final, llegué a su piso, lo probé y no me convenció. Lo tenía un poco sucio, nada cuidado. Me dijo que lo había usado su hijo para aprender —un niño de apenas 11 años—. Aprecié su honestidad, pero, desde un punto de vista estrictamente comercial, fue un error contármelo.

La siguiente ganga llegó al cabo de pocos días. ¿Lo bueno? Era un piano estupendo, de gama alta y en perfecto estado, bastante en la línea de lo que buscaba. ¿Lo malo? Que estaba en Oviedo.

La única fotografía que conservo de mi viaje a Oviedo fue la que hice al pasar por Navarrete.

Así que, sin más dilación, cogí el coche y me fui un sábado por la mañana a Oviedo desde Barcelona. La oferta era buena, pero el coste de ir y volver arruinaba un poco el asunto, así que publiqué el viaje en BlaBlaCar y llené mi coche de extraños con tal de plantarme en Oviedo sin agujerear mi patrimonio. El segundo problema era que tenía que pasar la noche en la ciudad, porque no me daba tiempo a ir y volver en un mismo día (unas 9 horas separan Barcelona de Oviedo), así que decidí reservar una cama un albergue del camino primitivo de Santiago. Cualquier excusa es buena para acercarse al Camino: un lugar donde las personas se dejan atrás a sí mismas y el tiempo avanza a otro ritmo. Aunque yo, caminar, poco: me limité a cenar con los peregrinos y tomarme unas cervezas con unos irlandeses que llevaban medio Camino ebrios.

¿Y qué hace uno cuando está solo en una ciudad extraña y tiene varias horas libres? Pues ir al cine, claro. Hacía tiempo que me apetecía ver Suzume, y a ninguno de mis amigos les llamaba especialmente la atención. Me sucede casi siempre, por lo que ya hace tiempo que estoy acostumbrado a ir solo a ver las pelis que me gustan. Tenía ya la entrada en el bolsillo, cuando me llamó un astrónomo que había sido mi mentor durante unas estancias científicas en bachillerato. Este hombre había dedicado gran parte de su vida profesional a hacer la ciencia accesible a estudiantes de secundaria y bachiller, y gracias a él pude visitar el observatorio del Teide e incluso viajar a Groenlandia a medir la altura a la que se forman las auroras boreales. Todo un privilegio.

La llamada se extendió varios minutos, pero un resumen podría ser este:

—Oye, ¿tú te animarías a ir un año al extranjero? 

—Al extranjero, ¿dónde?

—Ahora tenemos una posición abierta en Israel... Pero buscamos gente para ir a Tokyo o a Taiwan, o quizás a Estados Unidos... Florida o California, estamos viéndolo.

—No, no, Miquel. Imposible. Yo soy profesor. El año que viene, trabajo.

—¡Vale, vale! Coméntalo a otros ruteros (así llamamos a los que participamos en el programa educativo de la Ruta de las Estrellas) a ver si a alguien le interesa.

Entré al cine y la película me encantó. Una adolescente, Suzume, genera una catástrofe al abrir un portal, una especie de caja de pandora que libera una criatura ancestral que genera caos y destrucción allá donde va. Para solucionarlo —y ya de paso, salvar al maromo de su amante amigo, transformado en una silla por culpa de una maldición— tendrá que cruzar todo Japón, en un viaje en el que acabará conociéndose a sí misma y enfrentándose a sus miedos. Vamos, lo de siempre.

Y ahí estaba yo, comiendo palomitas y pensando que la vida me estaba ofreciendo un pasaje a Israel, Japón o Taiwan, ¡que yo acababa de rechazar!

Salí del cine con la certeza de que me iba a marchar durante un año al extranjero porque, si no lo hacía, me iba a arrepentir para siempre. No sabía qué, ni cómo, ni dónde, pero la idea había arraigado en mi cabeza y no había marcha atrás. La sesión acabó tarde, así que en vez de llamar, envié un email que más o menos decía esto:

¡Buenas! Lo he estado pensando con más calma. Si todavía estáis buscando a alguien, y mi perfil os interesa, estaría bien hablar y que me cuentes más. No soy astrofísico, ni tampoco tengo un máster en investigación, pero sí tengo experiencia de programación en Python. Ya me dirás, Te agradezco la oferta y un fuerte abrazo.

Detalle técnico (si no estáis buscando trabajo en el extranjero, podéis saltar este párrafo). El programa que me envía al extranjero se llama ICEX VIVES. Es un programa bastante grande, en el que muchas empresas ofrecen prácticas laborales remuneradas en el extranjero. Podéis echar un vistazo aquí

Los siguientes meses fueron una montaña rusa. Después de traer el dichoso piano hasta Sant Cugat del Vallès, tuve que pensar qué hacer con él, dado que, por motivos evidentes, no me lo podía traer conmigo a Taiwan. Tuve que explicarles a mis compañeros de piso —a los que, por cierto, quiero un montón y con los que he pasado 2 añitos estupendos— que me iba del piso a finales de junio.  No fue fácil: cuesta tiempo crearse un hogar y un espacio de convivencia, y la verdad es que fui muy feliz allí. Si me estáis escuchando, ¡os echo de menos! Tampoco fue fácil despedirme de mi familia, de los amigos de mi pueblo o de mis compañeros de trabajo (aunque un viaje idílico a Menorca con estos últimos ayudó, la verdad).

Mis compañeros de piso y yo en nuestra mansión de Sant Cugat. A la izquierda, el famoso piano de los coj...

Muchas personas me han preguntado durante los últimos meses qué es lo que vengo a hacer exactamente. Y la verdad es que no tenía una respuesta clara. Ahora, después de pasar una semana en Taiwan, sigo sin saberlo del todo, aunque el propósito del proyecto y su contenido científico se van acotando cada vez más.

Próximamente, ¿en qué consiste el proyecto? ¿Voy a salvar la humanidad, o he venido únicamente a servir cafés? ¡No os lo perdáis!





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